Otro más. Este es bastante largo, pero espero que les guste. Y aunque no les guste, cualquier post será bien recibido. GRACIAS!!!
Ella entró en la habitación, vestida con el uniforme del hotel dejando el carro de las toallas a la entrada. Su cara mostraba a la perfección el estado del cuarto; superada ya la primera impresión gracias a un sobre con su nombre y veinte euros dentro, cambió las sábanas de la cama, quemadas y sucias, recogió las toallas empapadas del suelo, limpió el baño y rellenó el set de productos de baño. Ahora tocaba lo difícil, empezó doblando la ropa del suelo, chaqueta cruzada, pantalones de vestir, camisa de gemelos, calcetines oscuros y corbata granate, para dejándola sobre el escritorio, olía a sudor limpio, a perfume caro, a maquillaje de mujer, y aunque típico y tópico, había manchas de carmín.
En la mesita de noche, llena de velas casi fundidas, varios envoltorios de preservativos abandonados hacían compañía al teléfono y el mando de la televisión. En la otra, un ramo de flores tropicales perdidas en aquel mundo de frío intenso, una pluma de pavo real robada de los adornos del hotel y un colgante de piedra verde en una cadena de oro. Un pañuelo verde había sido anudado en la cabecera de la cama, no lo tocó.
En la basura estaban vacías todas las botellitas del minibar, una botella de cava y varios paquetes de tabaco arrugados. En la mesa que había frente a la ventana estaba el cenicero lleno de colillas, un mechero, dos copas a medio tomar, una de ellas manchada de pintalabios y una bolsa vacía esmeradamente doblada.
El suelo del baño estaba totalmente empapado, aquí también había velas totalmente derretidas, aceites de masaje y jabón de baño. Todavía olía a agua caliente, a la cera de velas y a la manzana del gel.
Limpió, desinfectó, cambió, no hizo ningún comentario, como bien le habían especificado al firmar el contrato, “te pagamos por limpiar, no por hacer conjeturas”.
Acababa de salir de la reunió más desesperante en mucho tiempo, lo decía su cara; una copa era lo que menos le apetecía en aquel momento, pero allí estaba ella, la había visto en el pasillo varias veces, con una clase especial, siempre vestida de la más rigurosa etiqueta, el pelo oscuro y lacio marcando más sus rasgos achinados. Esa noche llevaba un traje de largo escote que dejaba ver aquello que ella deseaba enseñar con un suave pañuelo de seda pintada anudado al cuello. Bebía una copa de vino tinto y hablaba sarcásticamente con otro de los huéspedes. Se sentó lo suficientemente cerca para tenerla controlada pero no lo bastante para oír la conversación y pidió un vermú. Esperó hasta que su predecesor se rindió, acababa de entrar otra pieza en el bar mucho más asequible, recogió su copa y se acercó ella. La saludó en un perfecto japonés comercial.
Ella levantó su copa, mirándolo a los ojos, y bebió lentamente; con voz suave respondió en el mismo idioma.
–Felicitaciones, sabe japonés. Lamento que se haya equivocado varios miles de kilómetros –dijo dejando la copa sobre la mesa. Y hablando en español añadió–. Soy de Bolivia.
Él sonrió, acercó los labios al vaso y, fuera del ángulo de visión de ella, apretó el puño. Dejó el trago y le tendió la mano, presentándose. Ella, cortés mientras decía su nombre, dejó entrever una sonrisa pícara.
–¿Sonríe? Pensé que sería demasiado dura para eso.
–¿Y usted no es demasiado directo como para conocerme desde hace dos minutos?
Se miraron a los ojos. Ella cruzó las piernas, se apartó un mechón rebelde y esperó a que él respondiera.
Pero él no tenía ninguna frase aguda, sólo su mirada azul. Al fin fue ella quien retomó la conversación.
–Y bueno, ¿qué le trae por aquí, señor Pomare? Placer, supongo.
–Trabajo, por supuesto. Como a usted, ¿verdad?
–Sería incapaz de pasar unas vacaciones en un lugar tan impersonal como este.
Él la invitó a otra copa de vino, ella pagó la siguiente ronda. Hablaban despacio lo indispensable, susurrando, seduciendo a cada palabra, fumando, sin tocar temas tabú de primera cita.
Entonces llegó María, su secretaria, la que lo había acompañado durante todo el congreso, vestida de fiesta, sin la sobriedad que la caracterizaba normalmente. El pelo recogido en una larga trenza de pelo y paño que le caía sobre la espalda, envuelta en un corpiño de ante y una falda del mismo material. Una sonrisa le iluminaba la cara, se acercó a él y lo saludó mucho más efusiva que en los días de trabajo; él se fijó mucho más en ella que los días de trabajo.
Las presentó. Ellas, como buenas rivales, se dieron la mano, sonrieron intentando llevar al señor Pomare a su propio terreno.
–Una velada muy interesante –la describió él algunas semanas más tarde sus amigos–. No lo había pasado tan bien ni en sueños, es divertido que dos mujeres se peleen por ti –añadió.
María conocía bien los trucos del juego y esa era la última noche y última oportunidad de seducirlo. Cenaron juntos, en un romántico restaurante cercano donde ella había hecho ya una reserva. Tomaron unas copas y allí estaba ella, dispuesta a atacar en cuanto tuviera la más mínima oportunidad.
Ella se desató el pañuelo verde del cuello y lo colgó en la cabecera de la cama. Lo besó suavemente en los labios mientras jugaba distraída con la pluma.
–Para que te acuerdes de mí –dijo en japonés.
Acerina Martín Cruz
Salamanca, Noviembre 2002
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