Me mudo!

Ahora estoy aquiiii!

viernes, julio 29, 2005

Pin Up

Máscaras, lencería negra, plumas, guantes de encaje, cuero, cuerdas, maquillaje, látex, esposas... y una cámara digital.

lunes, julio 25, 2005

domingo, julio 24, 2005

Catálogo de colores

Estoy estancada, tengo algo grande entre manos, más grande de lo que estoy acostumbrada. Y ahora que he vuelto a coger la costumbre de escribir, no quiero perder la mano, me ha costado mucho volver a tenerla, demasiados años en el estancamiento creativo. Así que hago cosas como esta, no son nada del otro mundo, lo sé, pero es mejor esto que nada...

Llevábamos algún tiempo intentando cambiar el color de las paredes, pero no habíamos logrado ponernos de acuerdo con la pintura. Él había intentado convencerme de un insulso melocotón mientras yo tiraba hacia cualquier cosa que no entrara dentro de la definición “pastel”, ya casi estaba convencida por el PANTONE 2602 cv cuando me dijo lo que no esperaba oír.
–No quiero paredes de colores.
Ahora por fin teníamos nuestro propio espacio para compartir, con paredes para pintar y espacio que decorar, y va y resulta que a él no le gustan las paredes de colores, quería paredes blancas, como mi padre. Y entonces me di cuenta, esa barba, esa tripita cervecera, esas gafas… El complejo de Electra estaba en mí, me había enamorado de mi padre, pero me habían dicho que esas cosas no pasaban, que eran mitos.
Solté el catálogo de colores sobre la mesita negra que habíamos comprado juntos, cogí mis cosas y me fui.

martes, julio 19, 2005

Hoy me comí un dulce

Una bomba calórica, merengue sobre una base de brazo de gitano y una capa de chocolate, toda una maravilla de la ingeniería pastelera. De camino a casa, mientras disfrutaba de mis últimos momentos con mi dulce, encontré la cara familiar del día. Es un chico bastante guapo que conozco de la universidad, lo veía casi todos los días y me resulta lo suficientemente atractivo para quedarme con su cara, ojos verdes, barba y pelo lo suficientemente largo para que pase mis requisitos. Desde hace un par de días, lo encuentro por todas partes, en la guagua, por la calle, en la cafetería... y siempre nos quedamos mirándonos. Hoy me pilló comiéndome mi dulce, con cara de felicidad. La primera vez, él bajaba por la calle trasversal, desapareció en la esquina antes de que yo cruzara, luego otra vez, mientras él esperaba en el paso de peatones, yo pasé por detrás de él, nos miramos y yo sonreí con mi sonrisa cabrona, de "uy, que verguenza".
Ayer estuve con una amiga tomándonos un par de cervezas, ella una caña, yo una miller... con cacahuetes. Como siempre que nos juntamos, terminamos hablando de tíos, aunque somos polos opuestos, ella modosita y observadora, yo deslocada y poco atenta. Le conté una experiencia bonita que tuve una vez, donde fui yo la que dio el primer paso al hablar de lo que sentíamos. "Cada vez me sorprendes más" me dijo ella, le resultaba extraño que fuera tan lanzada.
Quien sabe, cualquier día de estos, me lanzo con este chico, le dijo: "sí, me conoces, me ves cada día en Guajara, pero, no, nunca hemos hablado", solo a ver que dice.

El intento de suicidio de Iris

A principios de primavera solíamos quedarnos en el aula, huyendo del sofocante calor que inundaba todo el patio. Hablábamos de las tonterías típicas que suponíamos importantes mientras esperábamos que sonara el timbre para recluirnos de nuevo en otra tediosa hora de soporífera clase de latín.
–¿Dónde estaba? –olí que preguntaba la voz absolutamente nasal Héctor –. Te he estado buscando por todas partes.
La idea que alguien se dedicara a buscarme me parecía un poco absurda, porque creía haber dejado claro desde el primer día que yo era una persona sedentaria como la que más. Su cara denotaba una sinceridad terrible.
–¿Te acuerdas de Iris?
Como para no acordarme, su novia–exnovia–cuasinovia–acosadora a la que habíamos estado fastidiando un par de días atrás, cuando no sé muy bien por qué vino de visita a mi casa y me contó que la tal Iris, estudiante del colegio pijo por excelencia de la ciudad, se había tomado muy a mal eso de que él quisiera romper la relación. Aquella tarde lo había llamado un par de veces y más por el juego que por hacerle daño, en una de esas contesté yo y le dije, “mira, tía, Héctor está en mi casa, él te llamará más luego”.
–Ayer te estuvo buscando para matarte.
No pude aguantar la carcajada al imaginarme a una pijita con un cuchillo de carnicero preguntando por Sibisse por las calles del barrio cual gata en celo. Aunque tampoco pude aguantar cierto terror ante la posibilidad de que en cualquier momento me saliera una loca en una esquina con intención de pegarme una paliza.
–Te lo estás inventando –solté al final.
–¡Qué no!
Ya era la hora de volver a los libros, así que dejamos el tema para otro momento. Durante días, miré con cierto recelo cualquier uniforme azul que asomara por el horizonte.
A finales de primavera solíamos empezar a llevar ropa más provocativa y la perspectiva de los exámenes nos hacía quedarnos en el aula para repasar los exámenes próximos. Héctor ya sabía donde buscarme sin recorrerse los tres niveles de patio del instituto. Apareció a mitad del descanso, con una bolsa de grasas saturadas y aceites animales para sentarse a mi lado.
–¿Qué ha pasado con Iris?
–¡Ah! –dijo con la boca llena de palomitas–. Se intentó suicidar.
–Vaya… Hostia… Que putada… ¿Cuándo? –. La muerte siempre me ha dejado sin palabras decentes.
Se puso en posición cotilleo, ladeado hacia mí, gesticulando con las manos mientras hablaba. Había dejado la bolsa de snacks encima de la mesa y todo su contenido se esparramaba por mis apuntes dejando marcas de aceite sobre la tercera declinación del griego.
–Está en el San Juan de Dios. La semana pasada se metió una caja de paracetamol entera.
Mi carcajada sorprendió a Lucía que sentada delante nuestro intentaba concentrarse en sus apuntes, que inmediatamente se dio la vuelta para unirse al chisme.
–¿En serio?
–Que sí, tía. Dejó una carta de suicidio. Dice que tú eres la culpable. Su madre te quiere denunciar.
Durante un segundo reflexioné sobre lo que me acababa de decir. Ser la responsable de un intento de suicidio no era algo que me apeteciera mucho, por esa época aún era joven e intentaba ser respetable y buena.
La noche de San Juan nos solíamos reunir en torno a una hoguera para librarnos de los malos rollos de los exámenes y poder emborracharnos a gusto. Al día siguiente, con la primera resaca de mi vida, recibí una llamada telefónica.
–Hola, Sibisse –dijo una temblorosa voz femenina al otro lado de la linea–. Soy Iris.
–Sí, dime… ¿Qué quieres?
–Quiero pedirte perdón por lo de Héctor.
–Ah, vale –respondí aún un poco descolocada–. ¿Qué quieres que te diga? Joder, tía, me querías culpar de tu intento de suicidio. Anda, aprende un poco de la vida.
Sí, lo sé, aunque intentara ser buena, mi carácter maligno y diabólico ya estaba saliendo a la luz.
–Lo siento.
No dejé que dijera nada más, le colgué el teléfono antes de pensar que era una buena candidata para ser paciente de mi madre.
Ahora, años después, solemos sentarnos a la sobra de las palmeras para fumarnos nuestros porritos después de las clases universitarias y aún le pregunto a Héctor si la historia del intento de suicidio de Iris era real.

domingo, julio 17, 2005

Puente Galcerán


Puente Galcerán

Llevo una semana que lo único que hago es escribir encerrada en casa. Mi madre ha tenido un pequeño accidente y necesita que la ayude. Así que hoy, cuando ya se iba a dormir, salí a dar una vuelta. Santa Cruz de noche es una ciudad que no conozco. Me gusta la noche, quedarme horas en el silencio, leyendo o simplemente mirando por la ventana. Este es el puente Galcerán, iluminado con colorcitos que te deslumbran si cruzas el puente, aunque reconozco que desde donde estaba, se veía bonito.

sábado, julio 09, 2005

Barquitos de inspiración


barquitos de inspiración

Cada día intento estar dos horas delante del word avanzando en un relato que empecé hace dos semanas. Odio los diálogos y para conseguir que salgan más o menos naturales, tengo que corregir, pensar, trastear... mientras, hago barquitos de papel.

viernes, julio 08, 2005

Monologo

El miedo es una calle llena de confetis de colores. Él se destaca con esa extraña costumbre cuando sus pasos le conducen hacia mi barrio. Deja un reguero de color de camino a la parada de autobús o cerca de la puerta de mi trabajo cuando quiere recordarme que no es una mala pesadilla. Temo encontrarlo de frente al doblar una esquina, incluso no soy capaz de comprar el pan si noto su presencia. Un día empecé a soñar, acurrucada en un rincón del armario, imaginándome a un salvador que nunca llegaría y me sacaba de allí sin mentiras de un cariño que no me iba a dar, sino con una sinceridad que incluso notaría en su forma de andar. Pero siempre llega la hora en que salgo de la jungla de mi mente y me espera ese callejón mugriento al que da la puerta de mi casa. Miro al suelo antes de abrir el portón y las manchas de colores se han convertido en un escudo que me impide pisar el sucio suelo que algunos llaman calle Consuelo. Otras veces me quedo detrás de la puerta esperando algún ruido, hasta que alguno de los vecinos tiene que salir. Y salgo tranquila hablando de la rara lluvia de confetis que cae sobre el barrio últimamente. Y sonrío hipócrita cuando me comentan, que conste que no soy racista, lo tranquilo que está la zona desde que la policía expulsó a los moros del barrio. Y respondo mentirosa que estoy mucho mejor, gracias. Y ayudo servicial a la del tercero a bajar el carro del bebé. Y me despido asustada al llegar a la esquina que separan los caminos. Cada semana hago malabares con los horarios para conseguir llegar a casa antes de que oscurezca, cada mes espero que se canse de mí, cada día temo encontrarme una alfombra de colores y cada noche sueño con el duende que me saque del infierno. Entonces me despierto y me digo que nada es cierto y la realidad no existe. Y a la mañana siguiente una nube de confetis cubiertos de rocío me vuelve a decir que él es real. Y me aterro y miro por el cristal hasta que pasa algún desconocido al que poder seguir. El miedo olvida de mí el instante suficiente para pisarlo y desaparecer. Una vez lo quise por los detalles, lo dejé de querer por las cosas grandes. Dejé de saber quien era yo, convirtiéndome en su triste complemento robótico. Hace tiempo que mi madre se volvió al pueblo, ya no podía quedarse conmigo más tiempo. Poco a poco vuelvo a dormir, las pesadillas desaparecen, las noches en blanco se extinguen, pero siempre está el miedo en mí, esperándome en cualquier esquina con una mancha de colores.
A.
Viernes, 08 de julio de 2005

Pelícano del Niño Gusano

Una vez que puse mi mente hecha pedazos
en la máquina de exprimir naranjas
salió un líquido blanco que servía
como combustible para cualquier nave.

Pelícano con ruedas, come hierba donde quieras,
y estarás bien, estarás bien, estarás bien ...

¡Y bajó el sol a decir que no!
¡Y bajó el sol a decir que no!
¡Y bajó el sol a decir que no!
¡Y bajó el sol a decir que no!

Ahora que a tus viajes me arrastras del pelo,
pelícano con ruedas, come hierba donde quieras,
y estarás bien, estarás bien, estarás bien...

¡Y bajó el sol a decir que no!
¡Y bajó el sol a decir que no!
¡Y bajó el sol a decir que no!
¡Y bajó el sol a decir que no!

Ahora que mi vida se ha convertido en cuento,
pelícano con ruedas, come hierba donde quieras,
y estarás bien, estarás bien, estarás bien...

Vale, no entiendo nada, pero es una canción tan bonita que me apeteció muchísimo meterla aqui.

miércoles, julio 06, 2005

Flipa!

A un lado, encima de los links, dice Flipa!, un enlace a una página de un artista inglés que me tiene loquita. Actualiza cada cierto tiempo, y ahora nos acaba de regalar esta pequeña joya. No me dirán que no es flipante.

Porqué doce, porqué cuentos, porqué peregrinos

Uno de los libros que más me ha marcado desde la adolescencia es un pequeño recopilatorio de cuentos de Gabriél García Márquez. Un profesor, de aqullos recién salidos de la Universidad y que todavía creía en la inocencia de los vándalos que poblábamos el aula, nos leyó "Tu Rastro de Sangre Sobre la Nieve". No sé si alguno de mis compañeros recuerda esa mañana, pero para mi fue el descubrimiento de una literatura a la que aún no me atrevía a acercarme. Poco después conseguí el libro, comencé por le último cuento, el que nos había leído en alto y fui avanzando de forma irregular, hasta que sin darme cuenta sólo me quedaba el Prólogo que aquí transcribo. Por supuesto, tonteé con el realismo mágico al igual que ahora tonteo con la novela negra, alguna vez creo haber escrito algo que mereciera la pena, por ahora lo sigo intentando.

Los doce cuentos de este libro fueron escritos en el curso de los últimos dieciocho años. Antes de su forma actual, cinco de ellos fueron notas periodísticas y guiones de cine, y uno fue un serial de televisión. Otro lo conté hace quince años en una entrevista grabada, y el amigo a quien se lo conté lo transcribió y lo publicó, y ahora lo he vuelto a escribir a partir de esa versión. Ha sido una rara experiencia creativa que merece ser explicada, aunque sea para que los niños que quieren ser escritores cuando sean grandes sepan desde ahora qué insaciable y abrasivo es el vicio de escribir.
La primera idea se me ocurrió a principios de la década de los setenta, a propósito de un sueño esclarecedor que tuve después de cinco años de vivir en Barcelona.
Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. "Eres el único que no puede irse" me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos.
No sé por qué, aquel sueño ejemplar lo interpreté como una toma de conciencia de mi identidad, y pensé que era un buen punto de partida para escribir sobre las cosas extrañas que les suceden a los latinoamericanos en Europa. Fue un hallazgo alentador, pues había terminado poco antes: El Otoño del Patriarca, que fue mi trabajo más arduo y azaroso, y no encontraba por dónde seguir.
Durante unos dos años tomé notas de los temas que se me iban ocurriendo sin decidir todavía qué hacer con ellos. Como no tenía en casa una libreta de apuntes la noche en que resolví empezar, mis hijos me prestaron un cuaderno de escuela. Ellos mismos lo llevaban en sus morrales de libros en nuestros viajes frecuentes por temor de que se perdiera. Llegué a tener sesenta y cuatro temas anotados con tantos pormenores, que solo me faltaba escribirlos.
Fue en México, a mi regreso de Barcelona, en 1974, donde se me hizo claro que este libro no debía ser una novela, como me pareció al principio, sino una colección de cuentos cortos, basados en hechos periodísticos pero redimidos de su condición mortal por la astucias de la poesía. Hasta entonces había escrito tres libros de cuentos. Sin embargo, ninguno de los tres estaba concebido y resuelto como un todo, sino que cada cuento era una pieza autónoma y ocasional. de modo que la escritura de los sesenta y cuatro podía ser una aventura fascinante si lograba escribirlos todos con un mismo trazo, y con una unidad interna de tono y de estilo que los hiciera inseparables en la memoria del lector.
Los dos primeros -El rastro de tu sangre en la nieve y El verano feliz de la señora Forbes- los escribí en 1976, y los publiqué enseguida en suplementos literarios de varios países. No me tomé ni un día de reposo, pero a mitad del tercer cuento, que era por cierto el de mis funerales, sentí que estaba cansándome más que si fuera una novela. Lo mismo me ocurrió con el cuarto. Tanto, que no tuve aliento para terminarlos. Ahora sé por qué el esfuerzo de escribir un cuento corto es tan intenso como empezar una novela. Pues en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje. Lo demás es el placer de escribir, el más intimo y solitario que pueda imaginarse, y si uno no se queda corrigiendo el libro por el resto de la vida es porque el mismo rigor de fierro que hace falta para empezarlo se impone para terminarlo. El cuento, en cambio, no tiene principio ni fin: fragua o no fragua. Y si no fragua, la experiencia propia y la ajena enseñan que en la mayoría de las veces es más saludable empezarlo de nuevo por otro camino, o tirarlo a la basura. Alguien que no recuerdo lo dijo bien con una frase de consolación: "Un buen escritor se aprecia mejor por lo que rompe que por lo que publica". Es cierto que no rompí los borradores y las notas, pero hice algo peor: los eché al olvido.
Recuerdo haber tenido el cuaderno sobre mi escritorio de México, náufrago en una borrasca de papeles, hasta 1978. Un día, buscando otra cosa, caí en la cuenta de que lo había perdido de vista desde hacía tiempo. No me importó. Pero cuando me convencí de que en realidad no estaba en la mesa sufrí un ataque de pánico. No quedó en la casa un rincón sin registrar a fondo. Removimos los muebles, desmontamos la biblioteca para estar seguros de que no se había caído detrás de los libros, y sometimos al servicio y a los amigos a inquisiciones imperdonables. Ni rastro. La única explicación posible -¿o plausible?- es que en algunos de los tantos exterminios de papeles que hago con frecuencia se fue el cuaderno para el cajón de la basura.
Mi propia reacción me sorprendió: los temas que había olvidado durante casi cuatro años se me convirtieron en un asunto de honor. Tratando de recuperarlos a cualquier precio, en un trabajo tan arduo como escribirlos , logré reconstruir las notas de treinta. Como el mismo esfuerzo de recordarlos me sirvió de purga, fui eliminando sin corazón los que me parecieron insalvables, y quedaron dieciocho. Esta vez me animaba la determinación de seguir escribiéndolos sin pausa, pero pronto me di cuenta de que les había perdido el entusiasmo. Sin embargo, al contrario de lo que siempre les había aconsejado a los escritores nuevos, no los eché a la basura sino que volví a archivarlos. Por si acaso.
Cuando empecé "Crónica de una muerte anunciada", en 1979 comprobé que en la pausas entre los dos libros perdía el hábito de escribir y cada vez me resultaba más difícil empezar de nuevo. Por eso, entre octubre de 1980 y marzo de 1984, me impuse la tarea de escribir una nota semanal en periódicos de diversos países, como disciplina para mantener el brazo caliente. Entonces se me ocurrió que mi conflicto con los apuntes del cuaderno seguía siendo un problema de géneros literarios y que en realidad no debían ser cuentos sino notas de prensa. Solo que después de publicar cinco notas tomadas del cuaderno, volvía a cambiar de opinión: eran mejores para el cine. Fue así como hicieron cinco películas y un serial de televisión.
Lo que nunca preví fue que el trabajo de prensa y de cine me cambiaría ciertas ideas sobre los cuentos, hasta el punto de que al escribirlos ahora en su forma final he tenido que cuidarme de separar con pinzas mis propias ideas de las que me aportaron los directores durante la escritura de los guiones. Además, la colaboración simultánea con cinco creadores diversos me sugirió otro método para escribir los cuentos: empezaba uno cuando tenía el tiempo libre, lo abandonaba cuando me sentía cansado o cuando surgía algún proyecto imprevisto, y luego empezaba otro. En poco más de un año, seis de los dieciocho temas se fueron al cesto de los papeles, y entre ellos el de mis funerales, pues nunca logré que fuera una parranda como la del sueño. Los cuentos restantes, en cambio, parecieron tomar aliento para una larga vida.
Ellos son los doce de este libro. En septiembre pasado estaban listos para imprimir después dos años de trabajo intermitente. Y así hubiera terminado su incesante peregrinaje de ida y vuelta al cajón de la basura, de no haber sido porque a última hora me mordió una duda final. Puesto que las distintas ciudades de Europa donde ocurren los cuentos las había descrito de memoria y a distancia, quise comprobar la fidelidad de mis recuerdos casi veinte años después, y emprendí un rápido viaje de reconocimiento a Barcelona, Ginebra, Roma y París.
Ninguna de ellas tenía ya nada que ver con mis recuerdos. Todas, como toda la Europa actual, estaban enrarecidas por una inversión asombrosa: los recuerdos reales me parecían fantasmas de la memoria, mientras los recuerdos falsos eran tan convincentes que habían suplantado a la realidad. De modo que me era imposible distinguir la línea divisoria entre la desilusión y la nostalgia. Fue la solución final. Pues por fin había encontrado la que más me hacía falta para terminar el libro, y que sólo podía dármelo el transcurso de los años; una perspectiva en el tiempo.
A mi regreso de aquel viaje venturoso reescribí todos los cuentos otra vez desde el principio en ocho meses febriles en los que no necesité preguntarme dónde terminaba la vida y dónde empezaba la imaginación, porque me ayudaba la sospecha de que quizás no fuera cierto nada de lo vivido veinte años antes en Europa. La escritura se me hizo entonces tan fluida que a ratos me sentía escribiendo por el puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación. Además, trabajando todos los cuentos a la vez y saltando de uno a otro con plena libertad, conseguí una visión panorámica que me salvó del cansancio de los comienzos sucesivos, y me ayudó a cazar redundancias ociosas y contradicciones mortales. Creo haber logrado asi el libro de cuentos mas próximo al que siempre quise escribir.
Aquí está, listo para ser llevado a la mesa después de tanto andar del timbo al tambo peleando para sobrevivir a las perversidades de la incertidumbre. Todos los cuentos, salvo los dos primeros fueron terminados al mismo tiempo, y cada uno lleva la fecha en que lo empecé. El orden en que están en esta edición es el que tenían en el cuaderno de notas.
Siempre he creído que toda versión de un cuento es mejor que la anterior. ¿Cómo saber entonces cuál debe ser la última? Es un secreto del oficio que no obedece a las leyes de la inteligencia sino a la magia de los instintos, como sabe la cocinera cuándo está la sopa. De todos modos, por las dudas, no volveré a leerlos, como nunca he vuelto a leer ninguno de mis libros por temor de arrepentirme. El que los lea sabrá qué hacer con ellos. Por fortuna, para estos doce cuentos peregrinos terminar en el cesto de los papeles debe ser como el alivio de volver a casa.
Gabriel García Márquez
Cartagena de Indias, abril, 1992

martes, julio 05, 2005

Libros libros libros

Cuatro libros que me han tenido enganchada hasta el final, no se los recomiendo a nadie, porque las recomendaciones no funcionan.
Carta de una mujer desconocida de Stefan Zwig. Lo encontré hoy, después que viera la versión cinematrográfia de Xu Junglei. Una pequeña novelita de 66 páginas llenas de sentimientos. La confirmación de que la segunda persona puede funcionar en una novela.
El Curioso incidente del perro a medianoche de Mark Haddon. Últimamente se oye hablar mucho de este libro, y con razón. Buen estilo y muy original
Los mordisco del alba de Tonino Benacquista. Flipante novela negra que nos arrastra por la vida nocturna parisina de una forma impecable.
Zanzíbar puede esperar de Xavier Moret. Otra novela negra, aunque los personajes son mucho más planos y un poco estereotipados. La demostración de que no por ser buen periodista, eres buen escritor. Me quedo con Lo mejor que le puede pasar a un Cruasán.
Una preguntita... ¿El escritor nace o se hace?

sábado, julio 02, 2005

Bienvenidos sean los recien llegados.

Thirteenth step de a perfect circle
A rush of bloog to the head de Coldplay
27.03.04 de Sexy Sadie
Meat is murder The Smiths
Loaded de The Velvet Underground
Mother Love Bone

Discos nuevos y buenos para mi colección. Me dejé aconsejar por expertos y he vuelto a casa con pequeñas joyas en mis manos. El monstruo blanco necesita comida y yo no voy a ser quien se la niegue.