Habían quedado a las seis, claro, justo cuando él salía de trabajar. En la plaza de Toros. Como siempre, había llegado tarde, el reloj de la abuela marcaba las seis y diez. Se había puesto su conjunto preferido, ese que nunca fallaba, la falda marrón y la camisa escotada. Y las botas, por supuesto, estaría desnuda sin sus botas. Pero allí no había nadie. Mejor dicho, nadie se quedaba el tiempo suficiente para verle la cara. Borrones y manchas. En el quiosco de la esquina, compró una botella de agua y esperó. Se dedicó a investigar los desconchones causados por la humedad en las paredes de la plaza. Cuando se dio cuenta, ya se había acabado la botella. “No pasa nada” pensó mientra se alejaba sudando. La botella terminó convertida en un amasijo de plástico en el fondo de la papelera.
Y salió mal, pero podría haber sido distinto.
Desde allí no se veían los desconchones y tampoco había donde comprar tabaco. Sacó un trozo de papel y comprobó la hora. Soltó una espiración mientras guardaba la carta. Sí. En la plaza de Toros a las seis. Y ya eran las seis y cuarto. Entonces la vio, al otro lado de la plaza, bebiéndose el final de una botella de agua.
–¿Eres Elena? –preguntó cuando recuperó el aliento.
–¿Manuel?
–Ahá. Vamos a tomar algo.
–Sí. Conozco un sitio por aquí.
El camarero le dedicó un saludo con la cabeza y una sonrisa en cuanto la vio entrar, que Elena respondió con la mano.
–Yo quiero un vaso de vino –pidió Elena.
–Un Gin Tonic, por favor.
Con las copas delante parecía más fácil comenzar una conversación.
–Me dijiste que estabas divorciado, ¿no?
–Sí, desde hace tres meses.
–Vaya –dijo ella.
Mientras Joaquín Sabina ocupaba el espacio que la charla banal había dejado libre, Elena comenzó a revisar su bolso en busca de tabaco.
–A mi no me queda. Voy a comprar.
Cuando Manuel volvió, ella ya se había fumado la mitad de su cigarro.
–Eres informático ¿no?
–Sí. Hago páginas web.
–Ah, sí.
–¿Y tú?
–Tengo una pequeña tienda de ropa.
–Ah, sí. Es verdad.
Elena estaba jugueteando con el posavasos mientras el silencio se apoderaba de ellos, roto en algún momento por el móvil. Un mensaje. El mensaje de socorro.
–Oye –dijo Elena después de leerlo–. Tengo que irme. Acaban de ingresar a la madre de una amiga.
Y salió mal, pero podría haber sido distinto.
Acababa de apagar el cigarrillo cuando sonó el móvil. Manuel alargó el brazo hacia su vaso esperando a que ella terminara de leer, pero no se dio por aludida.
–¿No lo lees?
–Luego.
Manuel la miró a los ojos, sonriendo, mientras le acariciaba la mano con la punta de los dedos. Y a Elena eso le bastó.
–¿Nos vamos a otra parte?
El periquito ya chillaba en cuanto la puerta se abrió.
–Vamos, pasa.
El salón tenía un balcón, terreno privado del periquito, que daba sobre el parque, un sofá rojo con cojines blancos y algunas plantas.
–Siéntate. Voy a por algo de beber.
–Tienes una casa muy bonita.
–Gracias –dijo desde la cocina–. Me la dejaron mis padres cuando se fueron a vivir al pueblo.
En una mano llevaba una botella de vino blanco y en la otra dos copas.
–Brindemos.
–Por nosotros.
–Por todos nosotros.
Y salió bien, pero podría haber sido distinto.
1 comentario:
pedazo de potencial!!!
Me ha encantado el cuento. <3
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