A principios de primavera solíamos quedarnos en el aula, huyendo del sofocante calor que inundaba todo el patio. Hablábamos de las tonterías típicas que suponíamos importantes mientras esperábamos que sonara el timbre para recluirnos de nuevo en otra tediosa hora de soporífera clase de latín.
–¿Dónde estaba? –olí que preguntaba la voz absolutamente nasal Héctor –. Te he estado buscando por todas partes.
La idea que alguien se dedicara a buscarme me parecía un poco absurda, porque creía haber dejado claro desde el primer día que yo era una persona sedentaria como la que más. Su cara denotaba una sinceridad terrible.
–¿Te acuerdas de Iris?
Como para no acordarme, su novia–exnovia–cuasinovia–acosadora a la que habíamos estado fastidiando un par de días atrás, cuando no sé muy bien por qué vino de visita a mi casa y me contó que la tal Iris, estudiante del colegio pijo por excelencia de la ciudad, se había tomado muy a mal eso de que él quisiera romper la relación. Aquella tarde lo había llamado un par de veces y más por el juego que por hacerle daño, en una de esas contesté yo y le dije, “mira, tía, Héctor está en mi casa, él te llamará más luego”.
–Ayer te estuvo buscando para matarte.
No pude aguantar la carcajada al imaginarme a una pijita con un cuchillo de carnicero preguntando por Sibisse por las calles del barrio cual gata en celo. Aunque tampoco pude aguantar cierto terror ante la posibilidad de que en cualquier momento me saliera una loca en una esquina con intención de pegarme una paliza.
–Te lo estás inventando –solté al final.
–¡Qué no!
Ya era la hora de volver a los libros, así que dejamos el tema para otro momento. Durante días, miré con cierto recelo cualquier uniforme azul que asomara por el horizonte.
A finales de primavera solíamos empezar a llevar ropa más provocativa y la perspectiva de los exámenes nos hacía quedarnos en el aula para repasar los exámenes próximos. Héctor ya sabía donde buscarme sin recorrerse los tres niveles de patio del instituto. Apareció a mitad del descanso, con una bolsa de grasas saturadas y aceites animales para sentarse a mi lado.
–¿Qué ha pasado con Iris?
–¡Ah! –dijo con la boca llena de palomitas–. Se intentó suicidar.
–Vaya… Hostia… Que putada… ¿Cuándo? –. La muerte siempre me ha dejado sin palabras decentes.
Se puso en posición cotilleo, ladeado hacia mí, gesticulando con las manos mientras hablaba. Había dejado la bolsa de snacks encima de la mesa y todo su contenido se esparramaba por mis apuntes dejando marcas de aceite sobre la tercera declinación del griego.
–Está en el San Juan de Dios. La semana pasada se metió una caja de paracetamol entera.
Mi carcajada sorprendió a Lucía que sentada delante nuestro intentaba concentrarse en sus apuntes, que inmediatamente se dio la vuelta para unirse al chisme.
–¿En serio?
–Que sí, tía. Dejó una carta de suicidio. Dice que tú eres la culpable. Su madre te quiere denunciar.
Durante un segundo reflexioné sobre lo que me acababa de decir. Ser la responsable de un intento de suicidio no era algo que me apeteciera mucho, por esa época aún era joven e intentaba ser respetable y buena.
La noche de San Juan nos solíamos reunir en torno a una hoguera para librarnos de los malos rollos de los exámenes y poder emborracharnos a gusto. Al día siguiente, con la primera resaca de mi vida, recibí una llamada telefónica.
–Hola, Sibisse –dijo una temblorosa voz femenina al otro lado de la linea–. Soy Iris.
–Sí, dime… ¿Qué quieres?
–Quiero pedirte perdón por lo de Héctor.
–Ah, vale –respondí aún un poco descolocada–. ¿Qué quieres que te diga? Joder, tía, me querías culpar de tu intento de suicidio. Anda, aprende un poco de la vida.
Sí, lo sé, aunque intentara ser buena, mi carácter maligno y diabólico ya estaba saliendo a la luz.
–Lo siento.
No dejé que dijera nada más, le colgué el teléfono antes de pensar que era una buena candidata para ser paciente de mi madre.
Ahora, años después, solemos sentarnos a la sobra de las palmeras para fumarnos nuestros porritos después de las clases universitarias y aún le pregunto a Héctor si la historia del intento de suicidio de Iris era real.
–¿Dónde estaba? –olí que preguntaba la voz absolutamente nasal Héctor –. Te he estado buscando por todas partes.
La idea que alguien se dedicara a buscarme me parecía un poco absurda, porque creía haber dejado claro desde el primer día que yo era una persona sedentaria como la que más. Su cara denotaba una sinceridad terrible.
–¿Te acuerdas de Iris?
Como para no acordarme, su novia–exnovia–cuasinovia–acosadora a la que habíamos estado fastidiando un par de días atrás, cuando no sé muy bien por qué vino de visita a mi casa y me contó que la tal Iris, estudiante del colegio pijo por excelencia de la ciudad, se había tomado muy a mal eso de que él quisiera romper la relación. Aquella tarde lo había llamado un par de veces y más por el juego que por hacerle daño, en una de esas contesté yo y le dije, “mira, tía, Héctor está en mi casa, él te llamará más luego”.
–Ayer te estuvo buscando para matarte.
No pude aguantar la carcajada al imaginarme a una pijita con un cuchillo de carnicero preguntando por Sibisse por las calles del barrio cual gata en celo. Aunque tampoco pude aguantar cierto terror ante la posibilidad de que en cualquier momento me saliera una loca en una esquina con intención de pegarme una paliza.
–Te lo estás inventando –solté al final.
–¡Qué no!
Ya era la hora de volver a los libros, así que dejamos el tema para otro momento. Durante días, miré con cierto recelo cualquier uniforme azul que asomara por el horizonte.
A finales de primavera solíamos empezar a llevar ropa más provocativa y la perspectiva de los exámenes nos hacía quedarnos en el aula para repasar los exámenes próximos. Héctor ya sabía donde buscarme sin recorrerse los tres niveles de patio del instituto. Apareció a mitad del descanso, con una bolsa de grasas saturadas y aceites animales para sentarse a mi lado.
–¿Qué ha pasado con Iris?
–¡Ah! –dijo con la boca llena de palomitas–. Se intentó suicidar.
–Vaya… Hostia… Que putada… ¿Cuándo? –. La muerte siempre me ha dejado sin palabras decentes.
Se puso en posición cotilleo, ladeado hacia mí, gesticulando con las manos mientras hablaba. Había dejado la bolsa de snacks encima de la mesa y todo su contenido se esparramaba por mis apuntes dejando marcas de aceite sobre la tercera declinación del griego.
–Está en el San Juan de Dios. La semana pasada se metió una caja de paracetamol entera.
Mi carcajada sorprendió a Lucía que sentada delante nuestro intentaba concentrarse en sus apuntes, que inmediatamente se dio la vuelta para unirse al chisme.
–¿En serio?
–Que sí, tía. Dejó una carta de suicidio. Dice que tú eres la culpable. Su madre te quiere denunciar.
Durante un segundo reflexioné sobre lo que me acababa de decir. Ser la responsable de un intento de suicidio no era algo que me apeteciera mucho, por esa época aún era joven e intentaba ser respetable y buena.
La noche de San Juan nos solíamos reunir en torno a una hoguera para librarnos de los malos rollos de los exámenes y poder emborracharnos a gusto. Al día siguiente, con la primera resaca de mi vida, recibí una llamada telefónica.
–Hola, Sibisse –dijo una temblorosa voz femenina al otro lado de la linea–. Soy Iris.
–Sí, dime… ¿Qué quieres?
–Quiero pedirte perdón por lo de Héctor.
–Ah, vale –respondí aún un poco descolocada–. ¿Qué quieres que te diga? Joder, tía, me querías culpar de tu intento de suicidio. Anda, aprende un poco de la vida.
Sí, lo sé, aunque intentara ser buena, mi carácter maligno y diabólico ya estaba saliendo a la luz.
–Lo siento.
No dejé que dijera nada más, le colgué el teléfono antes de pensar que era una buena candidata para ser paciente de mi madre.
Ahora, años después, solemos sentarnos a la sobra de las palmeras para fumarnos nuestros porritos después de las clases universitarias y aún le pregunto a Héctor si la historia del intento de suicidio de Iris era real.
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